11.25.2009

Noche del 24 de noviembre (09)

Por fin había entrado en la casa gris.

La que estaba abandonada y en ruinas.
La que por las noches susurraba entre sus puertas rotas augurios de muerte. Iba sola, con un farolillo que iluminaba mis pies descalzos y las tablas de madera podrida del suelo. Crujía con cada paso tembloroso que daba. El salón, de forma redonda, estaba pintado bajo una nube de polvo brillante. Una lámpara de araña colgaba del techo, con antiguas lágrimas de cristal que en un tiempo fueron hermosas.
Una chimenea a la izquierda, con restos de ceniza maloliente, y en un rincón un jarrón con rosas secas. Un sofá de color beige a la derecha, junto a la ventana con barrotes oxidados. Di unos pasos más y me situé sobre la alfombra agujereada y mordisqueada, que, como la lámpara, un día tuvo que ser majestuosa. Detrás de mi la puerta se cerró con un ruido sordo y fuerte, y, como si un grupo de niños se divirtieran, escuché pasos por la escalera de caracol, pies saltarines corriendo. El corazón me dolía en el pecho y el farolillo temblaba entre mis manos.

Cerré los ojos presa del miedo.

No volví a abrirlos.

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